Sentada en la cama, sin saber qué hacer, con la cabeza dando
vueltas de un lado hacia otro. Pesadillas… Desde luego
vaya noche más horrible. Me siento vacía, tan vacía que podría colisionar
contra mi misma en un enorme big crunch y generar un vacío aun mas grande e
irremediablemente catastrófico. La vida no está hecha para mi. No comprendo
nada, ni a nadie. ¿Por qué todo tiene que ser tan incoherente? Cuando la luz de
la esperanza comienza a fallar parece que todo se apaga, mi vida ha dejado de
funcionar.
Llena de miedo, de dolor, de oscuridad… mi interior es un
sopesar de lágrimas que consiguen estallar con el más mínimo ardor de estómago.
Las mariposas se han convertido en auténticas carniceras de mi misma y corren
buscando sangre dentro de mí. Mis edificios caen, terremotos en la cabeza… mi
mundo en llamas. Mi seno arde en ganas de apagarse y decir por fin adiós.
No existe mayor derrota que
la que uno mismo se propina. La peor muerte es la de la mente cuando aun
funciona que se tortura minuto a minuto y no te deja ni dormir. Se sacia de tus
recuerdos, tu ira y te vuelve agresivo y distante. Te lleva a querer estar solo
y deprimido, alejado de los que un día fueron más que estrellas en la
constelación de nuestras vidas. Y el que era el sol… resultó que fue el primero
en desaparecer.
El dolor fruto de los “finales”
es como un manantial del que no resulta agradable beber. De agua ácida y amarga
están hechos estos “se acabó” y no hay más… Puedes seguir bebiendo si lo
prefieres, pero el sabor sigue siendo el mismo.
Los peores consejos son los
que uno mismo se da en estos instantes, miras hacia un fondo negro… o blanco,
da igual… el caso es que no hay nada mires donde mires, te pasas el día en babia,
sin saber qué hacer y buscas un libro, creyendo ver en ellos mundos mejores.
Ves como los demás felices continúan sus vidas y tú te ciegas, dejas de ver lo
que todo el mundo ve, no quedan pues, más que lágrimas que empañan tus ojos y
no te dejan ver. Ya no hay humildad, sino sumisión. Derrotado, vencido, devastado…
Así sigues, viéndote a ti mismo con la peor de las imágenes posibles. Y te
intentas decir “la vida sigue”… pero no funciona y lo sabes.
Ya no te miras, no intentas
saber que es de ti, haces lo básico para poder salir sin que nadie te vea. Lo
más importante ahora mismo es pasar desapercibido. No intentes ser quien no eres,
eres la misma escoria de la que todos se alejaron por miedo a caer contigo, y
no se atrevieron a cogerte para que no cayeras.
Aun es peor cuando dices
adiós a todo y te encierras en un mundo paralelo, forzado a ir al mismo ritmo
que el real. Te fuerzas a preguntarte “quién soy”, “por qué estoy aquí” y te
contestas con lo mismo siempre “soy aquello que destruye al mundo”. Por no
cuidar no nos cuidamos ni a nosotros mismos.
Qué fue del amor, ese
intolerante suplicio de desventuras y aventuras que siempre acaban con un “ya
no es igual”. Que me jure alguien que después de 50 años sigue amando como el
primer día. Por qué estamos hechos para desenamorarnos y por qué seguimos
intentándolo.
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