Me encontraba sumergida en el mar, a punto de emerger para
recobrar el aliento. Las olas me mecían, sumida en un abismo de
despreocupación. Una ola, otra… cada una parecía llevarse un poco más de mi
esencia. Allí nos encontrábamos el agua y yo, prolongaciones el uno del otro. Él
carne y yo agua. Abrazándonos, como lo deseáramos de otros, en cada esquina de
nuestro ser. No podía evitar dejarme llevar, era uno de esos momentos en los
que uno se siente indefenso. Podía escuchar el viento acariciar mi barriga y
las palmeras; el sonido del mar rompiendo en cada roca, erosionándolas al igual
que yo intentaba degradar cada quebradero de cabeza. Lentamente me dispuse a
salir del agua, anhelando la sensación que me producía incluso antes de que
tomara su fin. Con delicadeza dejaba de tocar mi pecho, mi vientre, mis
piernas… Por un momento le dejé juguetear con mis pies. Encontré los dedos de
mis manos arrugados, y pasándolos por mi ombligo humedecido conseguí vaciar el
lago que se había formado en su interior. Pude notar la muestra que el paso del
tiempo deja por adelantado en cada uno de ellos, todo mi cuerpo se estremeció
ante la idea de envejecer; pero poco tardó aquel paraíso en alejarme de un
pensamiento nada acorde con su belleza.
Empapada de agua salina, inicié un camino de pasos sin
rumbo. Pude cerrar los ojos mientras caminaba por unos minutos en los que mis
sentidos se deleitaban con los placeres que te otorga un paraíso desierto de
preocupaciones y bullicio. Las palmeras seguían la coreografía de la
naturaleza, del ritmo que les impone la perfección del aire, mientras el sol
tostaba mi piel.
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